jueves, 25 de diciembre de 2014

Borde

A veces nos pasa eso de prestarle más atención a la cornisa. No se sabe bien por qué, pero es encantadora. 
Recuerdo haber pasado días y noches sentada en el borde, jugueteando con los pies como una niña curiosa que está aprendiendo e investigando cosas, redescubriéndose a cada momento. Recuerdo, sobre todo, la atracción y los escalofríos templados en la piel. Acercaba la cara al vacío, al centro, a ese punto en particular infinitamente pequeño y lejano pero lleno de qué, que a la vez es nada, y los ojos se me estiraban, se me hacían de goma, la nariz se me agrandaba inconmensurablemente y la boca...La boca no. La boca quieta en un rictus inusual. Raro en mí. Una cuestión inversamente proporcional. Cuánto más grandes los ojos, más pequeñas mis comisuras. Y volvía a tirarme para atrás, jugando, balanceándome y siempre tratando de no olvidarme del equilibrio. A veces me paraba y caminaba en línea recta por el borde, de un lado al otro, un pie adelante del otro y cantando cancioncitas pegadizas que me acompañaran en el peligro...En algún momento me detuve. La atracción del centro, de ese maldito centro, había amainado porque al caminar estirando la mano ésta ya no se sintió atraída y seducida como siempre. De hecho, del puntito corrió una brisa fría. Y aquella vez, el acostumbrado escalofrío y el familiar estremecimiento no fue el mismo. Todo empezaba a cambiar.
A continuación, sentí un temblor que vino del otro lado, por fuera del borde, oriundo de la periferia. Casi me caigo. El borde se estaba haciendo arena y el sostén ya no era el mismo. Y me desesperé. No quise, no quiero, por favor, ¡ayúdenme!. Ya no recuerdo el esfuerzo que hice pero sí recuerdo lo que me ayudó a pisar tierra firme otra vez. Me agarré de las esquinitas de las voces pero duraban poco tiempo, y recuerdo tener que haber pisado unos puñales que estaban clavados en el agujero del lado de adentro para poder hacer pie y balancearme de unas manos colgantes que provenían de no sé dónde. Una por una las fui agarrando todas y la última ya era más flexible gracias a la adrenalina que había estado conteniendo en esa atozada y al hecho de haberle agarrado la mano al tema de agarrar las manos. El gran salto final fue el que más me costó y en el que más aterrada me sentí. Sólo recuerdo haber saltado con los ojos cerrados, estirándome a más no poder y pensando: "que sea lo que la vida quiera". 
Mirá vos lo que será el instinto de supervivencia y la fijación que éste genera, que en ese momento no me percaté de que mientras mi cuerpo volaba, justo por debajo mío habían otras vibraciones y golpes, esta vez más macizos, que sonaban rítmicamente con un compás color rojo y me acercaban más al borde. Si los hubiera sentido en ese momento me hubiera relajado muchísimo más y la trayectoria de mi cuerpo hubiera sido el Arco del Triunfo. Su aparición fue crucial, sin ellos no hubiera podido lograrlo. Una vez que caí despatarrada en tierra firme, me incorporé agitada y observé el agujero ya desde otra perspectiva mucho más precavida. Los ojos abiertísimos, como siempre, pero, ¡uf! Y ahí comprendí. Comprendí que el agujero está y va a estar siempre, que siempre estamos caminando sobre el borde, pero ese agujero negro ocupa un lugar infame y sin importancia en comparación al vasto terreno en el que se encuentra. El agujero, ese agujero sí que es un insulto a la geometría y al plano. Más que nada a este plano que ocupo yo, que ocupás vos, que ocupamos todos. Plano con leyes y características propias que coexiste con otros que aún no conocemos pero que hay miles, plano como una hoja en blanco, como una tábula posando y esperando a que venga la desfachatez de la experiencia y quiera penetrarla por todos lados. Esas penetraciones, esas marcas en el plano son los que valen la pena y merecen nuestra contemplación, nuestro jugueteo, nuestra entrega y valor. Porque son obra nuestra, de puño y letra, de cincel y piedra, de abrazos y agradecimientos. El otro está porque lamentablemente tiene que estar y porque injustamente ese otro agujero ya tiene su propio espacio reservado desde el inicio de todo, por derecho divino y culposo. Cada uno tiene su propio agujero donde puede caer en cualquier momento, la clave es ir por el borde siempre. Pero al carajo con lo estandarizado y lo que se nos impone así de antemano. Yo quiero seguir caminando los bordes, pretendo seguir estirando la mano y acercando los ojos y la nariz, cerrando la boca y aguzando el oído y sólo para prestarle atención a esos centros particulares que nunca alcanzan la negrura completa sino que poseen matices interesantísimos. Esos son los centros que prefiero, esos son los que quiero cabecear para poder gritar el gol y dedicárselo a la hinchada de la desdicha, a los tribuneros de la culpa, al plateísta del desarraigo y a los hombres, mujeres y niños que alientan esperanzados y gritan el gol conmigo.


@Incredulas - 25/12/14

1 comentario:

  1. No entendí, que vendría a ser el "agujero" y el "borde"?

    ResponderEliminar