lunes, 1 de febrero de 2016

El placer de vivir

Suelo dibujar el futuro cada tanto, en perspectiva, justo cuando ando a la deriva vaciando la mochila de recuerdos. Casi como una ecuación perfecta, como las matemáticas en las que supuestamente se rigen las leyes de este mundo. Pero no creo en leyes universales, y conservo mi escepticismo ante ese manifiesto, aunque lo respeto, porque quizás alguna vez quiera entenderlo. Eso lo aprendí aquella vez en que una posibilidad se asomó desde lo que creía imposible. Placer infinito de bucear en la perplejidad.
Si me buscara en el diccionario, mi definición podría estar en un renglón o completar una página entera. A veces soy, y otras veces no tanto; algunas me entremezclo y siento que todos los días elijo vibrar en diferentes matices que me definen por un tiempo indefinido. ¿Al final no es ese el elixir de existir? ¿O de verdad todo se reduce a un título, una carrera, una pareja, una casa, tres hijos y quince días de vacaciones en algún lugar? Suelen, unos pocos, acusarme de idealista por pensar así, quieren calcar sus miedos en mí, poniendo fecha de vencimiento a mis ideas. Pero yo confío en mí, en mi instinto y en los recordatorios que llevo en la piel, y festejo el hecho de que todo perece para dar lugar a algo nuevo. Disfruto ese sube y baja de emociones, porque es cuando más aprendo, aunque a veces parezca que me pierdo en lo oscuro.
Hoy entiendo que esta sabiduría siempre estuvo dentro mío, pero en algún momento quedó resguardada e invisible a mi percepción. Sin saberlo del todo, en el camino fui buscando volver a encontrarla, y fue necesario perderme unas cuántas veces (y unas cuántas más). No sé bien si hubo un momento exacto en el que decidí sacarla a la luz, más bien creo que fue un compilado de instantes: al fin y al cabo no somos nada más (ni nada menos) que eso. Pero es probable que se haya vuelto tangible cuando empecé a gastar suelas en veredas olvidadas, llenando las manos de polvo y empapando de placer el alma. Ahí, en un mundo antagónico, plagado de desolación y dolor, pero también de sencillez y alegría, de que no alcancen las monedas pero sobren las ganas de seguir adelante. Fue ahí donde empecé a tirar abajo verdades supuestas, prejuicios y absolutismos impuestos por algún alguien. Ahí, en esas calles donde me llené de amigos eternos que vi una sola vez en mi vida, y que probablemente no vuelva a ver nunca más. De algunos no me acuerdo ni los nombres, y las caras quedaron algo desdibujadas, pero quedaron estampadas sus sonrisas en mi memoria y son ramitas fundamentales que empezaron a encender este fuego que cada vez es más fuerte y cálido. Tengo tatuados sus abrazos en el alma, que por suerte cada vez se agranda más, para que otras sonrisas y abrazos encuentren lugar. También fue ahí donde una cabeza estructurada bailó al compás de melodías desconocidas y aprendió a festejar la diversidad. Aprendió tantas cosas que se olvidó de los manuales y de los libros de la escuela. Ahí empezó a escribir el libro más lindo, el infinito, lleno de enseñanzas que dejaron unos cuántos maestros de vida. En sus páginas ninguna historia tiene principio ni final, y guarda algunos consejos como por ejemplo, sobre cómo ser feliz haciendo castillitos de tierra a falta de arena, o lo lindo que es disfrutar de una sonrisa y un "buen día", o del agua calentando las manos frías, cosas que por ser cotidianas olvidamos agradecer. También habla de la importancia de no seguir consejos, y de no creer en ningún personaje que diga tener la verdad. En el final habla un poco de que no importa si hoy no entendés lo que quiero decir, quizás algún día pases por acá y desde otra perspectiva puedas comprender, o resignificar tu verdad.
Y acá termina este escrito, pero no creo que haga falta aclarar que este no es el final, y que a veces todo esto se me olvida y me puedo perder un rato en el consumo que me promete una felicidad artificial, hasta que ahí me acuerdo a dónde ir a buscarla para poder encontrarme de nuevo.


@Incredulas - 01/02/16

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