jueves, 25 de febrero de 2016

Amores pasajeros

El semáforo se puso en rojo. 
Él estaba sentada de espaldas a la dirección en la que se estaba haciendo el recorrido. Leía con auriculares puestos. El libro no era tan gordo como para creer que se trataba de un pensador con ideas revolucionarias ni tan corto como para que fuera de esos chicos a los que no les gusta leer, pero lo hacen cada tanto porque algo les dice que deberían. Igual, todo era pura sensación mía. 
Desde que giré para abrir la ventana del colectivo en el que yo estaba, no me pude concentrar en otra cosa. No era la misma línea ni uno que me hubiera tomado alguna vez para llegar al trabajo, tampoco le presto tanta atención al resto de los colectivos. Casi siempre eran cuarenta y dos minutos, a veces seis más, a veces dos menos, en que lo único que pensaba era que iba acercándome más a la facultad.
Sentí algo de bronca por no estar en el mismo colectivo que él, y otro poco de alivio, sabiendo que, de todas formas, no me le animaría. Igual, me puse a pensar en cómo sería, todavía mirándolo. No despegaba los ojos del libro. Tardaba un poco más que yo en pasar la página. No es que yo sea una lectora rápida o ágil, quiero decir que tardaba un poco más de lo que creo que es normal en pasar la página. Era moreno, pero de los que son morenos todo el año, todos los años, sin importar cuándo y si sale el sol.
Siempre sostuve que es casi imposible encarar a un chico que está leyendo. En primer lugar, porque está haciendo algo que le gusta, que le interesa...y lo interrumpís. Segundo, porque lo obvio es preguntarle qué está leyendo, y si no conocés el autor o no tenés ni idea de qué va, quedás mal. Después, si efectivamente tenés suerte y leíste ese mismo libro, todo lo que digas le va a importar poco, porque hace tres minutos que quiere retomar su historia y vos se lo estás impidiendo. Lo ideal sería encontrar la forma de que él me hablara a mí. 
O música. Tendría que alcanzar a ver qué está escuchando. En la canción me siento mucho más cómodo que en el libro. El problema era que llevaba el cable, además de perdido en su pelo, conectado al bolsillo.
¿Y tu nombre? No, no voy a ser tan gila de tirarte un nombre cualquiera para iniciar conversación. Lo que quiero es pensar en cuál es tu nombre. A mí me gustan los nombres cortos. También los que tienen diminutivo. Creo que te llamás Mauro...Aunque no pega con vos, ni con tu piel ni con tu pelo. Pero sin contradicción no somos nada, y de este lado, en este bondi, te llamás Mauro.
Probablemente tengas ojos miel o marrones, pero la ventana está sucia y vos mirás para abajo, pasando ahora de página, rascándote la nariz. Ojalá que tu nariz tenga algunas pecas. Quisiera poder acercarme un poco y terminar de dibujarte. Debés ser muy torpe con las manos, y asustadizo...Pero, ¿cómo saber? No estoy segura de cómo será tu voz, pero creo que respirás casi suspirando. Respirás y se escucha que estás respirando.
Doy un paso, medio tímida, sin la más puta idea de qué decir. Me muevo, a ver si consigo que levantes la cabeza del libro. 
El semáforo se puso en verde, guardaste el libro, te sacaste los auriculares, te pusiste de pie, tocaste timbre y te bajaste del colectivo.
Adiós, Mauro...O tal vez te llamás Martín, o Juan, o Diego, o tal vez Lucas. Pero para mí sos Mauro, el amor de mi colectivo.


@Incredulas - 25/02/16

No hay comentarios:

Publicar un comentario