lunes, 30 de enero de 2017

Morir un lunes

", pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de Huchette, saliendo de los portales carcomidos, de los parvos zaguanes, del fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas, cómo haremos para lavarnos de su quemadura dulce que prosigue, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al recuerdo, a las sustancias pegajosas que nos retienen de este lado, y que nos arderá dulcemente hasta calcinarlos" - Julio Cortázar.
Nací un lunes, y cada lunes, muero. Pertenezco a ese grupo selecto de gente de odiadores seriales de lunes. Qué día más exigente. No sé bien qué pretende, nunca pude entenderlo, pero pienso que su intención debe tener que ver con el inicio de algo. El problema es que no me gusta iniciar siempre, cada lunes, comenzar.
Hoy es lunes, y estoy fumando un cigarrillo en la ventana de mi cuarto mientras el viento devuelve el humo hacia el interior de la habitación impregnándolo todo. Al pedo. Al pedo me apoyo en el marco de la ventana e intento fumar afuera. Al pedo es lunes.
Suelo, tan fácil, sucumbir en planificar todo hasta su final, que cuando de repente me invade una conclusión no calculada y me obliga a iniciar sin maqueta previa, fallezco. Me desvanezco en el intento.
Este es el estado de las cosas hoy por hoy: tengo un pijama, tengo cigarrillos y una habitación cerrada y llena de humo. No quiero comenzar.
Él no entró a mi vida por los ojos. No me gustaron sus manos, ni su boca ni sus orejas siempre frías, hasta que lo vi por primera o segunda vez, mucho tiempo después de haberse transformado en el motivo exclusivo por el cual saltaba de la cama cada mañana.
Sí, claro, era apenas una niña, pero el amor me invadió siempre con la misma intensidad a medida que pasaron los años.
Lo primero fue coincidir en un momento y en un lugar de nuestras vidas que permitía todo: creer, soñar, experimentar, dejar atrás, volar. Por eso nuestras charlas, posibilitadas por el mundo cibernético, se extendían durante días, apenas interrumpidas para dormir, cuando queríamos. No siempre queríamos descansar de todo eso.
Luego fue la emoción del encuentro cuerpo a cuerpo, del primero de ellos. La adrenalina contenida en la garganta, las malditas "mariposas en la panza" produciendo estragos en los nervios. El temor latente de no gustarle lo suficiente, pero todo salía bien, nos saludábamos tímidamente con un beso en la mejilla, ya sabíamos casi todo el uno del otro así que comenzar a hablar nunca fue difícil. 
De repente, sin darnos cuenta, estábamos cerca, tan cerca que podíamos respirarnos. Y la tensión subía, y el beso se atolondraba deprisa, y el tiempo no alcanzaba para besarnos tanto.
La urgencia pasaba al primer plano, como si ese beso hubiera encendido los motores de una pasión contenida e irremediable. Queríamos vernos todo el tiempo. Ahora sí los ojos y el tacto predominaban frente al resto de los sentidos. Se volvía insoportable la espera, y al momento del encuentro tampoco alcanzaba la cercanía. Pretendíamos la fusión.
Tiempo. Por ese entonces, yo creía que el amor era quererse. No bastaba más que el simple hecho de que dos personas se quisieran mutuamente, para que el amor se consume. Lo llamaba magia, química, piel. No entendía nada, vivía en un mundo de colores, velas, canciones, sexo con amor y detalles.
Pero el tiempo pasó y la pasión se acomodó en el sillón de dos cuerpos, desde allí miró cómo la cotidianidad nos enseñaba, poco a poco, quiénes eramos. A él le gustaba la poesía dulce, tomar mate hasta lavarlo, bañarse siempre de noche, estudiar durante horas con algún break para fumar, preguntarse sobre todo, excepto por su padre. Jugar al fútbol con sus amigos, adivinar qué estaba pensando cuando lo miraba embobada. A mí me gustaba él, comer con él, dormir con él, charlar con él, coger con él. El resto de las cosas me resultaban prescindibles.
Así fui construyendo una realidad paralela en la que era feliz: él y yo, yo y él, un gran equipo. Duró lo que dura una ficción, digamos...lo que uno quiera. En este caso, fueron dos años y monedas de un peso.
Llegó el momento en el que no pude diferenciar qué amaba más, si a él, el real, o la imagen que durante el fantástico primer momento del amor, había creado de él. El velo cayó y no tardé mucho en empezarme a quejar: no me llama para ver qué hice hoy, no nos vemos tan seguido, siempre prefiere hacer algo con los amigos en lugar que conmigo, no toma mis problemas como algo importante, se duerme rapidísimo, el sexo no es como antes, se la pasa con el celular, nunca me invita a salir y etcéteras.
Cada una de mis excesivas y constantes demandas chocaban contra una pared de teflón, resbalaban hasta el piso, y de nuevo ante mis pies; lo cual volvía a dar cuerda a una máquina imposible de parar: la de la demanda de amor.
Hay quienes dirán que eso no es amor, pero la verdad es que al nivel de la demanda cualquier cosa puede ser símbolo de amor, aunque diste mucho del acto de amar. El problema no es catalogar si es o no es, sino caer en cuenta de lo insaciable del pedido.
¿Cuándo uno cree que recibió el amor suficiente, que no necesita más, que ya está bien? "El-amor-suficiente", hay algo que no cuadra en esa frase. En medio de una dialéctica de dos, siempre hay algo que no basta...¿no?
Las respuestas ante la insatisfacción llegaron más rápido que la mismísima pregunta: ya no me ama, ya no le gusto, no siente por mí lo mismo que antes. Sinceramente no recuerdo que algo en el vínculo entre los dos haya cambiado tanto como para afirmar convencida cada una de esas alternativas; pero poco importaba, la rueda corría y lo único certero es que no había gesto que bastase.
Un día, me dejó. Y en medio de una discusión donde nada más quedaba por discutir, me encontré aferrándome a esa ilusión descompaginada en la que se había transformado, mezcla de él, de todo aquello que esperé, de todo aquello que me dio intentando dar con ello que pedí... 
¿Qué carajo? En el mismísimo instante en el que cerré la puerta detrás de él, me di cuenta de qué amaba realmente, diferente de lo que necesitaba de él: viajar en tren, preguntarle cualquier estupidez y buscar juntos la respuesta, verlo dormir como quien nació para ello, lograr que disfrute caminar descalzo, comer en la cama, hacer el amor en la bañera, acostarme en su pecho, su olor inconfundible, su estrés para con todo, su abrazo, su enojo absurdo, su voz, cuando me di cuenta cuánto amaba su voz, creí que iba a morirme si ya nunca volvería a oírlaJamás volví a oír su voz ni a sentir la paz que sólo ella me producía. 
Lo extraño todo el tiempo, aunque ya no lo ame, porque entendí, con su adiós, que amar era el instante en el que él me alojaba en su pecho, me leía "El túnel" y yo fingía que escuchaba el argumento de Sábato, mientras sentía su disfrute simplemente haciéndome dormir y el latido fuerte de su corazón; el resto del tiempo sólo se trataba de sobrevivir al amor suficiente, y un lunes...morimos.

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